jueves, 24 de mayo de 2012

El caso de la señorita Martí

Prendí un cigarrillo y abrí la botella de ron que acababa de comprar de camino a casa después del trabajo, colgué el saco de vestir en la perilla de la puerta después de cerrar con llave.
 Moví el viejo sillón y me senté justo en frente de la ventana. Siempre a las siete y media en punto la señorita Martí tomaba su baño de la noche. Me encantaba ver como se desnudaba lentamente, descubriendo su par de senos medianos, su cinturita y sus perfectos glúteos, era mi ritual observar cómo se desnudaba en la ventana que daba de frente a mi apartamento.

Encendí otro cigarro mientras veía el par de nalgas asomándose por la ventana, haciéndome algunas proposiciones indecorosas. Mientras se desnudaba, sentía como mi falo crecía debajo de los pantalones, ritual de todos los días de baños nocturnos de la señorita, tomaba mi falo crecido con una mano y con la otra la botella de ron y con unos movimientos de arriba hacia abajo, tenía el resultado esperado en menos de tres minutos, unos espasmos de excitación y el semen que caía directo a mi crecido estómago. Luego me limpiaba, me fumaba unos dos cigarrillos más y me iba a dormir, ese era el ritual de todos los días.


Yo tenía un cuaderno de pasta roja, donde describía y documentaba a la señorita Martí. Ella tenía veintidós años, era de origen español, ambos padres eran provenientes de España, se había mudado a este vecindario, porque le quedaba cerca de la universidad. Era estudiante de enfermería, su nombre completo era Isabella Martí Bustos y además de todo esto tenía un novio, un hombre de tez morena, estudiante de medicina, tan genérico que era desagradable. La señorita era de estatura media, 1.65 para ser exactos, contextura delgada con unas nalgas sobresalientes y un par de pechos deseables y puntiagudos. Su pelo era ondulado, color caoba y su cara, su cara era la de una diosa. La perfilada nariz, los dos ojos grandes y negros, los labios rosados y grandes, la tez blanca, las gruesas cejas, todo se formaba perfectamente en su cara de diosa.

 Tenía todos sus horarios del semestre en el cuaderno de pasta roja, los días que su novio frecuentaba el apartamento para fornicar con ella, sus pasatiempos, entre ellos la fotografía y tocar el violín… Había tratado de enamorarla de la manera tradicional, sabía que no iba a ser tarea fácil, por nuestra diferencia de edad era marcada, yo era un viejo de cincuenta años y ella una joven de veintidós años, pero estuve dispuesto a intentarlo.
 Le dejaba flores siempre en la ventana, notas, incluso en las noches mientras se bañaba ponía hermosas canciones de amor para su disfrute, me ponía sombrero y traje y pasaba al frente de su apartamento, la seguía hasta su trabajo y le dejaba dulces o chocolates, pero nada era efectivo, y yo tenía que tener a la señorita Martí, estaba destinada para mí. Esa noche me dieron las once, apestando a ron, mirando y repasando mis notas del cuadernito rojo y repasando mi plan una y otra vez.

 Era su culpa, era culpa de ella, yo lo había tratado de hacer por las buenas, pero no hubo cooperación de la otra parte. Tenía un traje olvidado en el ropero, que ya hace unas semanas había destinado para esta ocasión, era negro y elegante y solo lo había usado una vez, esa vez que no quiero recordar, pero, sigue fresco en mi memoria después de diez años, ese día que mi futura esposa se fugó con una guapa pelirroja. Mis zapatos estaban limpios y lo más importante el elegante sombrero negro que había comprado hace unos días, me mire en el espejo, me veía hermoso, mi crecido estómago casi reventando los botones de la camisa, los pantalones, ya ajustados, el sombrero encima del grasiento cabello, que no cubría toda mi cabeza y luego mi cara. Esa cara de cincuentón tan desagradable a la vista. La nariz en el centro de la cara ridículamente grande, los ojos llenos de arrugas tenían que estar cubiertos por un par de anteojos muy usados, el abundante bigote y la piel sudada y arrugada característica. Todo era hermoso, perfecto.

 Abrí el maletín para revisar si estaban todas las cosas necesarias, algunas iban en los bolsillos para un alcance más rápido, deje las luces prendidas y encima de la ventana que daba a su apartamento la grabadora con la sinfonía número 6 en B menor de Dmitri Shostakovich, era perfecto para la ocasión, lo puse a repetir, una y otra vez. Baje las interminables escaleras con el maletín en la mano, con un nudo en el estómago, sudando abundantemente y con un paso firme y decidido, más corriendo que caminando. Era el momento que había estado planeando hace varias semanas, debería llevarle flores, pero ya habría tiempo de eso luego.
 Me recibió la puerta de su apartamento, como era de esperar, cerrada. Pero, ya había resuelto eso, había pensado en eso, había pensado en todo. Eran las dos de la mañana, aun así me fije que nadie me viera y forcé la puerta, era fácil, ya lo había hecho varias veces con la puerta de mi apartamento cuando olvidaba mis llaves y en el complejo de apartamentos todas eran iguales.

 Logre penetrar el apartamento de la señorita, con tanto silencio que me sentía orgulloso de mi mismo, había soñado repetidamente desde hace meses entrar al apartamento de la señorita, soñaba que todo estaba en desorden, su ropa de enfermera por el piso, platos vacíos de comida por el sillón, pero, nada de eso... Era todo lo contrario, en su apartamento, todo estaba hermosamente acomodado, tenía un olor a orden, a limpio, la alfombra blanca, con la que tanto había soñado y la que tantas veces había visto asomándose por la ventana era aún más blanca de como la recordaba y recubría todo el apartamento, eso iba más allá de su fantasía. Entré al segundo cuarto después del estrecho pasillo, era su cuarto.

 Entré y la vi profundamente dormida, tuve tiempo de observar el cuarto, sumamente limpio y acomodado a la perfección. Cuando la vi, a pesar de que la luz de la lámpara en la mesita de noche era tenue, pude observar los rasgos de su hermosa cara más hermosos que nunca, la bata de dormir color piel, que se confundía con su tez blanca y caía perfectamente sobre su escultural cuerpo. Así la observé por unos minutos, dormir angelicalmente, cuando de pronto abrió el par de hermosos ojos y cuando me vio su boca se convirtió en una mueca de terror y un grito ahogado salió de su garganta.

Cada vez que viene a mí memoria su expresión, me rió, fue una escena bastante chistosa. Busque rápido en mis bolsillos, por el cloroformo, pero, no estaba ahí y eso le ponía una traba a mi plan, en una fracción de segundo tendría que improvisar. Sin pensarlo dos veces, tome con fuerza la lámpara de la mesita de noche y le di un golpe firme en el lado izquierdo de la cabeza, fue suficiente para que desmayara en el suelo de su cama y para que brotara un hilo de sangre de la cabeza. La jale de los tobillos y pude observar como sus pezones se transparentaban encima de la bata de dormir. La jale dejando un rastro de sangre en la alfombra blanca, hasta situarla en el centro de la sala, donde la amarre por las manos y los tobillos al sofá y al mueble de la televisión respectivamente y donde también la amordace.

 Prendí un cigarrillo mientras esperaba que se despertara, primero empezó a mover los dedos de sus pies y luego los de las manos, cuando por fin abrió sus ojos y me vio por segunda vez, la pobre muchacha empezó a llorar y tratar de gritar. Pero, eso no me iba a desconcentrar de mi objetivo, saque del maletín un cuchillo afilado, pero, mediano y le arranque la ropa. Si he de ser honesto, tenía toda la intención de penetrarla, de satisfacer mis deseos carnales y lujuriosos con su divino cuerpo, pero, al verle desnuda cambié de parecer. Pensar en disminuir ese cuerpo, en rebajarlo a un objeto de mi satisfacción sexual, yo, un simple humano a la par de tan hermosa mujer, me daba asco, era un pecado hacerlo, tenía que cambiar de planes, tenía que saltar al siguiente paso. Decidí dejar su cuerpo lo más intacto posible, usar alguna solución para conservarla intacta, en vez de cortarle la yugular que era mi plan inicial. Primero pensé en inyectarle una letal mezcla de tiopenal sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio.

 Pero esto implicaría tener que esperar hasta la noche del día siguiente para encontrar los químicos en la bodega de la Escuela Medicina, donde trabajaba y cabía la posibilidad de tener que esperar cierto tiempo hasta que consiguiera los químicos necesarios. No podía ignorar el hecho de que la señorita seguía llorando, y que de la herida de su cabeza brotaba sangre, que aunque lucía el color lucía con su tez, era necesario que el cuerpo quedara intacto. De pronto, recordé algo, un método infalible, pero, algo cruel.

 No iba a dañar el cuerpo, de eso no había menor duda. Tomé el almohadón que descansaba sobre el sofá y lo oprimí fuertemente sobre su cara, más específicamente sobre sus orificios respiratorios, pero, no tan fuerte como para dejar moretones o lastimaduras. Retiré la almohada cuando escuche que dejó de intentar gritar y dejó de mover los dedos. Luego seguí con mi plan, el maquillaje, tal cuerpo tenía que descansar en un estado hermoso. Al asegurarme de que estaba muerta, empecé a maquillarla de una manera natural y que tan solo resaltara su belleza, ya había observado en las fotos que le había tomado a ella como era su maquillaje y procedí a imitarlo, creo yo, con mucha exactitud.
 Tomé las fotos necesarias del cuerpo, se veía perfecta luego la desamarre y la tome en mis brazos, como el marido que toma a su mujer en brazos hasta llevarla al lecho nupcial en su noche de bodas y la metí a una bolsa negra de jardín.
.Luego recogí mi maletín, metí los utensilios que había usado, las fotos, el maquillaje, el librito rojo y cerré el maletín. Acomodé su cama y todas las cosas que había movido y me lleve la bolsa, que no era tan pesada después de todo y el maletín bajo el brazo. Ya eran las cuatro de la mañana cuando salí de su casa y entré a la mía, probablemente levantando sospechas, pero, eso no era tan importante, ya tenía casi todo el objetivo completado. En esa hermosa mañana y al ritmo de Gabriel Frauré, con su requiém IV “Libera Me”, saque a la señorita Martí de la bolsa y la metí dentro del piso del apartamento, el cual ya había abierto para ese propósito, la coloque de tal forma en que se veía bellísima y después de contemplarla unos minutos, cerré con los pedazos de madera el piso, obviamente junto a ella descansaban el librito rojo y el maletín. Cuando terminé la faena, recordé que no le había llevado las flores a la señorita Martí.
 Así que tengo que ir a comprar unas bellas flores que se vean bien en un envase sobre el piso de mi apartamento.