lunes, 25 de marzo de 2013

Instinto Animal


Puedo vivir entre sus labios, 
sintiendo la feroz explosión bajo mi vientre,
puedo sentirme humedecida, tan solo con una palabra de tus labios, o una mirada
tan sumisa como voraz, tan inocente como deseosa. 

Puedo alimentarme, al ver sus curvas balancearse, rozando mi piel desnuda
Sus piernas entre mis piernas, nuestra piel humedecida por tu esencia, por nuestra esencia.
Nuestra esencia que se mezcla, entre gotas de sudor, entre muslos y senos. 

Su espalda se arquea contra la pared,
mientras mis labios descubren los rincones de tu cuello,
mi lengua sigue el camino de placer
te descubro, insaciable, los alrededores de tu oído
que me incitan clamar tu nombre. 

La escucho, jadeante 
su respiración rápida, agitando su cuerpo
siento sus pezones bajo mi mano levantarse.
Y mis labios los buscan, y mi lengua los tienta
y mis manos bruscamente los retuercen. 

Poco a poco, abandono mi cuerpo
Mi mirada no se siente la misma,
soy una mujer insaciable, violenta, erótica.
Ante su piel iluminada por unos reflejos del sol que entran por la ventana, 
me convierto en la fiera velando a mi presa. 

Ella lo sabe y la desesperación se sale por su mirada
me grita, me incita, me busca y me dice.
Su cuerpo lo sabe y tiembla al ver los ojos de su depredadora. 

La tomo de los giros de su cadera, 
de su suave piel, a punto de convertirse en mi presa.
Ahora está en el suelo, deseosa, abierta y rebosante. 

El olor de su esencia me llama, como a un animal en celo los llaman las feromonas,
 me abren el apetito, me desesperan el vientre, las entrañas
empiezo a trazar rutas por su cuerpo, hasta llegar al manjar
lo busco con la boca, con los labios, con los dedos. 
Sus gemidos, son como un canto de apareamiento, 
me terminan de sacar la bestia, el instinto animal. 

Ella está a flor de piel, retorciéndose, gritando
se mueve y mi animal interno se apodera
no la dejo, la busco, busco hacerla rendirse. 

Estamos en el clímax, sus contracciones me lo dicen
su rostro me lo indica, sudoroso, hambriento, rendido ante mi 
siento como mi mandíbula se mueve al observarla tan vulnerable.

Los espasmos me lo indican, 
los espasmos que empiezan desde sus piernas,
su vientre, sus brazos.
se mueve como si se aferrara a lo único que queda de su fuerza voluntad. 
Es muy tarde, el placer domina su dulce cuerpo 
Su cuerpo se desata en un mar de temblores, gritos y exhalaciones. 
Mi cuerpo no se puede dominar, ver a mi presa rendida es el pico máximo de placer, 
me humedezco y siento como mi cuerpo cambia, pidiendo, hambriento, terminar de ser satisfecho.

A pesar de ser comida por mi presa, aún soy la depredadora
siento su boca como traza caminos sobre mi piel,
es el paraíso, se enciende el placer en cada una de las fibras de mi piel.
Pienso que, su lengua debería ser una divinidad,
O un santo aprobado por el Vaticano.
Abro los ojos de vez en cuando solo para verla arrodillada frente a mis piernas abiertas.

Ahora lo siento venir, un espasmo que empieza desde el alma, 
baja por el vientre, me desgarra el cuerpo, 
mi animal se despierta feroz y quiere salir de mi cuerpo, 
tembloroso y húmedo. 

Observo su mirada satisfecha y ella observa la mía, 
poco a poco siento como mi instinto de animal en celo, no se duerme, solo se guarda por momentos
puedo ahora, ver su cuerpo sublime iluminado por unos rayos de luz
nos abrazamos, mojadas, sudorosas, temblorosas y satisfechas
con una mirada cómplice y con los cuerpos desnudos.
Observando la belleza de la desnudez femenina. 

Nos miramos a los ojos, 
conozco esa mirada insaciable 
le correspondo su mirada y su cuerpo empieza a rozar el mío 
se posa encima y mi instinto animal se reactiva. 

Angus Dei


Mientras daba vueltas en la cama, sentí la necesidad de entrar calladamente a la capilla del convento, sin advertirle a nadie de mi presencia en el lugar, tan solo necesitaba unos minutos a solas y parecía que aquella noche lluviosa era el momento perfecto de conocer  la capilla.
Había pasado solamente dos noches aquí, pero habían sido las peores noches de mi vida; dormíamos en un solo cuarto con varias camas en fila, junto al resto de las novicias. Algunas pasaban la noche sollozando, leyendo la biblia con la molesta luz de sus lámparas de mesa o en algunos casos, dejando salir tímidos gemidos de sus bocas, con el placer escondido bajo las sábanas.

Logré levantarme de la cama, sin despertar a ninguna de las otras.
Al salir del cuarto, debía atravesar un largo pasillo para llegar a las puertas de la capilla, que permanecían abiertas para aquellos que quisieran visitar este lugar.
Caminé el largo y oscuro pasillo, con pasos silenciosos, atravesando las puertas hacía los dormitorios de las otras hermanas y el jardín interno del centro, lleno de rosales sin cuidar; que esta noche eran regados por el agua de lluvia.

Finalmente, llegué a la capilla, era un lugar tan sublime, tan silencioso, tan calmado que me aterrorizó en el instante que puse un pie en el mosaico del piso. Sentí como todos los vellos de mi cuerpo se levantaban, como se me cerraba la garganta y no me dejaba respirar. Mi primer impulso fue salir corriendo del lugar, la pesadez en mi pecho era insoportable.
Caí sentada en la banca, prendí la lámpara que llevaba en la mano y traté de hacer respiraciones profundas, poco a poco la pesadez en mi pecho se fue aliviando y pude ponerme de pie. Me persigne y seguí mi recorrido, debía recordar que en ese lugar vivía Dios y nada impuro podía estar pasando en ese lugar.

Cuando pude alumbrar el lugar, pude verlo mejor, el mosaico del piso se veía un poco descuidado y bastante viejo, era gris, tenía dos filas de bancas de madera perfectamente alineadas, las paredes eran altas y las adornaban una serie de vitrales, al observarlos me di cuenta que era el relato de la creación del hombre; empezando desde un Dios creando un hombre alto y fornido, luego sacando su costilla para crear una mujer delgada, pelirroja y delicada hasta terminar en el último vitral llegando al altar, la expulsión de los primeros hijos de Dios del Jardín de Edén.

Entre las dos filas de bancas, se podía observar una larga alfombra roja extendida desde la entrada, hasta llegar al altar que estaba levantado por dos gradas, en los alrededores de la iglesia, había varias imágenes. 

Algunas de figuras femeninas de María, llorando por su hijo muerto en la cruz, alzando a su niño Jesús en brazos, algunos de otros santos y por supuesto, en el fondo de la iglesia, en el altar un Jesús con los brazos abiertos en la cruz, brotando sangre por sus extremidades, con cara de agonía, observando a todos los feligreses en misa.
Subí al altar y me arrodillé en señal de respeto; prendí las candelas de la veladora que estaba encima del altar. Me puse de pie  tuve la sensación más horrible que haya experimentado jamás, fue tanta impresión, que volví a caer; esta vez al suelo del altar, sin fuerzas y sin respiración.

Cuando me sentí recuperada, traté de ponerme de pie apoyándome de una imagen que no había visto todavía, pero la sentí al caer. Sin embargo, cuando puse mi mano sobre ella; los vellos de mi cuerpo se erizaron y sentí un frío desgarrador recorrer toda mi espina dorsal; mientras sentía que la mano que tocaba la imagen se quemaba del calor que la invadía, la quité por reflejo de la superficie y me levanté sacando las fuerzas del terror en el que estaba sumergida, desde la cabeza hasta la punta de los pies.

La vi, la vi a la misma altura que yo, pero tenía la sensación de que la estaba viendo todavía desde el piso, temblando. Era imponente, era perfectamente esculpida y era desgarradora. Vestía un largo hábito, su posición reflejaba dolor y miedo, pero su expresión facial, su expresión facial hizo que sintiera aquel frío en mi espina expandirse por todo mi cuerpo.

Era la expresión facial más horrible y aterradora que alguien en su vida mortal pueda ver, era como ver al ángel de Satanás más plácidamente dormido.
 Sus ojos estaban cerrados y aun así podía sentir su mirada fijamente en mi cara horrorizada y sus labios estaban levemente caídos en una mueca que hacía a cualquiera temer por su vida. Verla a los ojos, esa primera vez, fue en mi vida como ver el rostro de la agonía y la maldad humana.

Después de unos segundos de no poder moverme, apagué la veladora, y corrí como nunca lo había hecho por el pasillo, con un grito asfixiando mi garganta, apagué la luz y recuperando el aliento, me envolví bajo las sábanas; viendo el techo del dormitorio en un estado de horror; hasta que los primeras rayos de sol llegaron a iluminar mi cara.




Me senté en el comedor que compartíamos todas las hermanas de la orden y luego de rezar durante media hora, consumimos nuestros humildes y fríos alimentos. Todas se miraban de frente, pero ninguna decía nada; todo parecía normal, pero, el episodio de anoche no dejaba de dar vueltas por mi cabeza.

Luego del desayuno a las novicias se nos llevaba a un lugar donde nos impartían algunas lecciones, allí nos encontramos al Padre Jaubert, de origen francés; que según cuentan todas había pasado más de treinta años instruyendo novicias para convertirse en su vida religiosa, ya lo conocía desde los quince años. Sin embargo, me obligó a presentarme a la clase.

-Mi nombre es Aurora, la hermana Aurora; y mi nombre cristiano es Magdalena. Decidí convertirme a la vida religiosa desde una edad muy temprana, cuando me gustaba ayudar en la misa y las procesiones, cuando salí del colegio entré al seminario y desde ahí esto se ha convertido en mi sueño.- le dije a toda la clase, tratando de sonar lo más convincente posible; intercambiando una mirada asustada con el Padre Jacques.  

La verdad no era esa, mi historia era mucho más larga y pecaminosa; y realmente nunca la había confesado, aunque muchos la sabían.
La vocación religiosa nunca llego a mí, es cierto que me gustaba ir a la misa, escuchar los sermones, observar a las mujeres fingir su llanto en las procesiones y recoger los diezmos cuando era niña. Mi familia era una familia muy católica, mi madre se casó a los dieciocho años con mi padre y me tuvieron a mí y a mis cuatro hermanos; siempre educados bajo los principios cristianos y bíblicos; siempre había sido la adoración de mis padres hasta que Amelie cambió mi vida.
Tenía catorce años cuando la conocí, era un domingo en la misa de primera hora, cuando llegue a ayudarle al padre, como monaguilla de la iglesia del pueblo, en esos tiempos ni siquiera se nos llamaba así, si no que solo ayudantes y teníamos prohibido acercarnos al altar, porque eso era una labor de hombres. Llegué ese domingo temprano y nunca voy a olvidar cuando vi a Amelie en la ropa de ayudante de la misa, era lo más sagrado que pude observar ese día en la iglesia; que mis ojos hubieran observado nunca.

Tenía la piel color blanco, como una antigua muñeca de porcelana, lo que podía ver de su piel estaba adornado por pecas de un tono más oscuro, las pecas le daban un tinte inocente que la expresión de su cara luego negaba; tenía unos labios rellenos , que casi podían saborearse con solo mirarlos y un par de ojos cafés almendra; que negaban la inocencia de su cuerpo aunque estuviera cubierta del manto blanco y a la vez eran tan brillantes; desde esa primera vez que la vi en la iglesia nunca ha abandonado mi alma, ni mi memoria.
Pasé algunos domingos sin hablarle y negándome a mí misma lo que sentía mi alma y mi cuerpo por Amelie, quería negarme a mí misma que tenía un enamoramiento profundo por esa monaguilla, un año mayor que yo. Nunca había sentido nada por ningún hombre de la escuela, menos por una mujer, pero al ver a Amelie sentía que el estómago subía a mi garganta, sabía que no había mujer más hermosa en el mundo que ella y también, ambas sabíamos, lo que sentía era un pecado.

Uno de esos domingos, el sacerdote mandó a Amelie y a mi a sentarnos mientras  acomodaba el altar con los monaguillos. Me senté en una banca observando cada movimiento, dándome cuenta que aquella mujer tan solemne venía hacia mí y efectivamente se sentó a mi lado.
-¿Aurora, cierto?- me preguntó con aquellos hermosos y soñadores ojos cafés.
Le contesté con la cabeza y a partir de ahí, nos hicimos grandes amigas, aunque yo siempre escondía el secreto en lo más profundo de mi alma.
Aunque, bien se sabe, que muy pocos secretos se llevan hasta la muerte y el mío no fue uno de esos.
Fue en un convivio que hicieron unos meses después de habernos hecho íntimas amigas. Nos tocó dormir en el mismo cuarto, alejadas de los varones.
La noche entró en confianza, en su ambiente misterioso y secreto que tanto la caracteriza, nos dimos las buenas noches y cada una se acostó en su respectiva cama. Sin embargo, yo no podía dejar de dar vueltas, de pensar en cada detalle de su cuerpo, en su voz, en todas las cosas interesantes que me enseñaba durante el día y en todos los padrenuestros que tendría que rezar por estos pensamientos.

Mi momento de culpa se interrumpió al sentir la sábana levantarse y a Amelie meterse bajo las cobijas en mi cama, sentí su cuerpo apretado contra el mío y aunque la luz estaba apagada podía ver bajo el reflejo de unas candelas sus piernas blancas, con unos cuantos lunares descubiertas bajo una bata blanca.

Recuerdo que me abrazo, justificándose con un  “tengo frío” y yo baje mis manos hasta sus caderas, en un suave abrazo, nos miramos a la luz de las velas; sus labios estaban a unos cuantos momentos y caricias de chocar contra los míos.
Y pasó lo inevitable, y me enseñaron toda mi infancia que Dios se cubría los ojos y sin embargo, no encontré razones para no hacerlo. Sus hermosos y redondeados labios tocaron los míos; estaban un poco resecos por el frío y los humedecí en el beso, pude tocar su hermosa cabellera que siempre había podido oler y sentir en mi piel; pude tocarla con las manos, mientras mi lengua trazaba rutas en su boca y mi alma se llenaba de alegría, mi cuerpo de deseo y mi débil mente; de culpa.

Amanecimos abrazadas, y después de ese íntimo momento, tuvimos otros encuentros, recuerdo uno en especial en que su mano subió debajo de mi falda, mi cuerpo, mi alma y mi espíritu se sintieron en la mejor de las armonías en ese momento. Nos llevábamos tan bien y a pesar de que ambas sabíamos que no estaba bien a los ojos de la iglesia lo que hacíamos, era un sentimiento sagrado inevitable.

Pero, en verdad, los secretos son difíciles de mantener, más un secreto a voces como el nuestro, tan lleno de remordimiento y de sentimientos complicados. Todo lo que nos paso fue mi culpa y nunca he podido perdonármelo, hay tantos religiosos que viven una mentira, una vida alternativa, tantos trapos sucios; de los más sucios con niños involucrados. Una mentira como la nuestra, una vida secreta que no le hacía daño a nadie, pero la culpa me ahogaba todas las noches; entre su aroma y la culpabilidad del engaño sentía que ya no tenía fuerzas para  vivir.

Un domingo, llegué más temprano que Amelie a misa, me arrodillé y le pedí al padre que me confesara, le conté todo con detalles y sentimientos, su silencio lo dije todo; me dijo mi penitencia con un tono serio y para cuando llegué a mi casa, era demasiado tarde, mis cosas estaban empacadas, mis padres me desconocieron como hija; Amelie estaba en la puerta de mi casa con su madre soltera; ambas llorando. Jamás me podré perdonar la última vez que vi a mi Amelie con un golpe en la cara y llena de lágrimas, nos informaron que íbamos a tener destinos muy diferentes. Yo iría al seminario de las hermanas Carmelitas, en un pueblo lejano de mi hogar y Amelie sería enviada a un internado en España, aún más lejos de mí.
No pudimos darnos un beso de despedida, ni siquiera una palabra; pero nuestro intercambio de miradas lo dijo todo.

Pasé cinco años en aquel seminario, en los que  aprendí a vivir sin ella, pero jamás a olvidarla, su rostro y su aroma jamás han abandonado mi memoria y si pudiera hacer algo diferente, hubiera huido con ella. Ahora todo estos arrepentimientos eran insignificantes, estaba a unos meses de hacer mis votos definitivos en ese lugar y aunque de vez en cuando cerraba los ojos para lograr transportarme a España por alguna fuerza sobrenatural, debía aceptarlo… Mi Amelie se había ido.




Aunque los días transcurrían con el mismo tempo, monotonía y tranquilidad que podría caracterizar una casa llena de religiosas, vírgenes, con el deseo sexual reprimido, el episodio nocturno de la imagen del altar, que había pasado hace tres noches  todavía invadía mis pesadillas, ahora no solo era el último recuerdo de Amelie el que atormentaba mi mente; también era el recuerdo de esa mujer que penetraba mi mirada, aún con los ojos cerrados.

Recuerdo esa noche, esa noche lo cambiaría todo, era una de esas noches en que no sabía ni que día de la semana era; eso era tan difícil de saber en un lugar donde se hacía todos los días lo mismo, pensaba y me retorcía en la cama, buscando un poco de adrenalina o algo que me hiciera sentir que aún estaba viva.
Cerré los ojos y bajé mi mano con el recuerdo de una Amelie de quince años en mi cabeza, pero, la imagen de la escultura de aquella noche apareció en mis recuerdos, sin querer irse; me llamaba, me suplicaba que fuera; era lo más interesante que había pasado en ese lugar y ahora sabía lo que tenía que hacer.

Salí de la cama, llevando en mi mano la lámpara y atravesando aquel pasillo oscuro; mirando hacia un lado las puertas de los cuartos de las hermanas y al otro lado el jardín de rosales sin cuidar. Entré de nuevo a la iglesia y el sentimiento me seguía invadiendo, aunque esta vez sabía que mi destino inevitable era terminar aterrada; pero al lado de la mujer de yeso que me llamaba.

Me puse de pie, si esta vez de pie, a su lado y volví a sentir que aunque estaba de pie a su lado ella me veía desde arriba, o podía ser desde abajo o desde todas direcciones. Su expresión de sufrimiento me hablaba, me decía que la tocara, que la sintiera. Le puse una mano encima del hábito, luego la otra y aunque sentía que me quemaba y que el terror me ahogaba necesitaba estar con ella, necesitaba que me hablará, que me dijera porque parecía que ella no podía abandonar mi mente ni mis recuerdos. 
Nunca me hablo, pero yo sabía que lo quería hacer aunque sus labios se hubieran sellado para siempre, la sentía ahora en mi alma, residía en mi pecho la esencia de la mujer de yeso, sentía su sufrimiento embargar hasta las últimas fibras felices que me quedaban de alma.

Desde ese día, cuando amaneció no pude ser la misma. Caminaba por los pasillos, con una mirada que hasta yo sabía que era descolorida, con la mirada en el piso, con el corazón en la mano, esa tristeza era ajena; aunque no sabía si también se sumaba a la mía.


Cerraba los ojos y aquella figura me estaba reprendiendo, esa mujer que ahora era parte de mí, me reprendía, me gritaba y me sollozaba que la ayudara.
La quería fuera de mí, pero me pertenecía tanto, esa tristeza que la embargaba sentía que era la mía propia; los pequeños recuerdos de la imagen de su rostro, ahora eran parte de mi memoria.
No entendía como ni porque hacer algo por una imagen de yeso en un altar, en ese momento no lo comprendía; pero lo innegable era que ahora ella residía en mí.

Fue solo después de unos días, en el estudio bíblico de la tarde, cuando me fui acercando a la respuesta. Estábamos en un grupo pequeño de novicias, en círculo leyendo los sermones de la biblia cuando entró Sor Mariana, con el Padre Jaubert a la par.

Los vi a ambos, por primera vez, luego de haberlos visto mil veces desde los primeros días del seminario. Los vi con mis otros ojos, ellos ya lo sabían y yo también; son muy pocos secretos los que se llevan a la tumba, ya lo había aprendido.

Podía ver al Padre clavar su mirada en la mía, él sabía y eso lo desesperaba, no soportó tan siquiera unos minutos junto a mí y abandono el salón con Sor Mariana tras él.
En la tarde, caminaba hacia el salón comedor, cuando sentí un toque en el hombro, que me produjo el mismo sentimiento de frío helado recorrer toda mi espina dorsal.

Me volví y crucé miradas con Sor Mariana, su mirada me advertía que ella  ya lo sabía y mi mirada le advertía que empezaría a gritar las injusticias que pasaban bajo sus hábitos y sotanas en cualquier momento, en esos cuartos, en esos confesionarios, encima de ese altar.
Sor Mariana era una de las líderes en el convento, tenía alrededor de cincuenta años y la mirada tosca; con esa misma mirada me invito, en una invitación muda casi forzada, a acompañarla a subir las escaleras.

Fue una caminata larga y silenciosa, hasta encontrarnos con un pequeño cuarto al final del pasillo. Sor Mariana metió la mano en silencio en el bolsillo de su hábito y sacando una gran llave oxidada abrió la puerta de madera, con un molesto chirrido; con una mano me invito a pasar, cerrando la puerta tras de mí.

Era una oficina silenciosa, vagamente iluminada. Observé la cruz encima del escritorio y las postales de santos en las demás paredes, pero, lo que más me llamo la atención fue que en el gran escritorio del centro, se encontraba sentado el Padre, que con un ademán tosco me invito a sentarme; cruzando miradas en total silencio.

Podía sentir como aquella mujer, dominaba todos mis sentidos en ese momento, ya no era solo yo; ni siquiera sentía mi verdadera esencia,  ella vivía en mí; dominaba mis impulsos, compartía los pensamientos atroces conmigo, tenía conciencia de su sufrimiento y del terrible miedo que la invadía, que me invadía, que nos invadía.
Sentía los recuerdos recorrer a lo largo de mi piel, invadir mi mente sin dejarla ir, jamás podría entender cómo alguien podría vivir con esta clase de recuerdos. Mis ojos lo veían, veían la maldad en su mirada, mis ojos; que en ese momento eran sus ojos, recordaban todo lo que alguna vez habíamos visto.

El Padre estiro su mano hasta alcanzar mi brazo y sujetarlo fuertemente.
-       Hemos tenido reportes de otras hermanas, de su comportamiento nocturno, no toleraremos más estas desobediencias, Aurora- me dijo mirándome, sin ningún tipo de remordimiento; me llamo por mi nombre aun sabiendo cual era mi verdadera identidad.
El recuerdo penetraba nuestra memoria, era el mismo Padre que a menudo se levantaba la sotana por encima de las rodillas, nos acostaba encima de nuestra espalda y nos penetraba hasta que en sus palabras “lloráramos nuestras culpas”.

Era el mismo recuerdo de una muchacha de quince años, recién llegada y totalmente asustada, llorando con la boca abierta; de rodillas librando sus culpas.
Ante todo, era la aclaración de todos mis males, era el mismo hombre que había cubierto de yeso nuestras memorias y las había encerrado en un altar para que nunca salieran a la luz, mientras se paraba ahí; a la par de su escultura de yeso y predicaba un sermón a una multitud que tan solo oía y asentía e ignoraban los gritos ahogados de una escultura retorciéndose de dolor en el altar.


Me acostó encima del polvoriento escritorio a la luz de las velas, subió mi hábito que prometía la castidad y subiendo su sotana, me penetro en nombre de Dios. Sabía que esta era la última vez, ahora lo sabía, esta iba a ser la última vez.

Sor Mariana miraba el acto desde atrás del Padre y yo miraba mi cuerpo ser reducido a ese punto desde lo alto del techo, podía mirar mi cuerpo desde arriba y a pesar del dolor, sabía que en unos minutos todo terminaría y esa, efectivamente iba a ser la última vez.
Regresé a mi cuerpo cuando me termino de limpiar y me bajo el hábito; me hizo la misma advertencia de siempre; que no le dijera a nadie porque podía arder en el infierno por siempre; mas él no sabía que estaba a punto de conocerlo en carne propia.

Salí, con una actitud sumisa como siempre, fui capaz de aguantar el resto del día sin decir una palabra; hasta que fuimos despedidas a nuestros cuartos.
Logré hacer todo el teatro, ponerme la bata de dormir, esperar a que todas las demás estuvieran despiertas y finalmente desaparecer para siempre y conmigo todas las memorias y con ellas, la mujer de yeso.

Hice un último recorrido hacia la iglesia, por esos pasillos oscuros, dejando en ellos los últimos pasajes bíblicos, las últimas plegarias y finalmente frente a las puertas de la iglesia la poca fe en Dios que me quedaba.

Entré con paso decidido, no había vuelta atrás, después de toda la desesperación, después de toda la decepción no había vuelta atrás.
La miré y ya no me decía nada, su mirada solo parecía darme un guiño de complicidad, fue más duro de lo que pensé. La dama de yeso  era parte de mí y, sin embargo, verla destrozada liberó mi alma.

Habían sido años de silencio, años de burlas, años de humillaciones y por fin, hoy todo estaba claro, verla caer me daba el coraje que necesitaba.
Agarré el candelabro que estaba a los pies del altar y prendí una a una las velas.
Así se veía el fuego purificador del que tanto hablaban, ese era el fuego que quemaría la inmundicia de esos pasillos; por fin comprendí que merecían ser quemados vivos, no en una vida futura de ilusión, si no en la vida presente, en la única; merecían tener el final fatal al que tanto le temían.

Decidí darle la apariencia de infierno, al lugar que ya lo era, purificar todas las perversiones que se escondían bajo las sotanas, las voces que callaban las pesadas puertas de madera, las camas en las que reposaban los cuerpos de santos hipócritas y quemar para siempre nuestros restos de yeso.
Empecé por el altar y experimenté una gran satisfacción al sentir su calor ardiendo frente a mí, sentía que el humo estaba ahogando mis memorias y con el nacimiento de más llamas, el recuerdo de Amelie fue tomando forma dentro de mi mente, recuerdos más felices inundaban mi alma y la esperanza de la mirada de Amelie sobre la mía fue tomando forma.
Huía lo más rápido que podía, saltaba de alegría, todos lloraban, querían salir de ese lugar; algunos lograrían escapar, pero otros arderían para siempre.
Fui yo la primera en salir, no había nadie cuidando la entrada, todo fue más fácil de lo que sospeche y sabía que si lograba incendiar la parte trasera; que contenía el gas con el que funcionaba la cocina, muy poca suciedad podría quedar sin ser limpia mediante el fuego.
No dude en hacerlo, todos estaban tan alarmados con el incendio de la iglesia, que nadie se percató de mi ausencia y muy pocos podrían salir de las explosiones del contenedor de gas; todo fue muy rápido y sin remordimiento; logré escapar, tal vez por pura esperanza.
Corría lo más rápido que podía mientras planeaba mi huida. Me imaginaba la cara de Sor Mariana al percatarse que estaba quemándose lentamente, en el infierno que ella misma había creado.

Pero, lo que realmente me emocionaba, eran los gritos de sufrimiento del Padre, el momento en que se percatará que Dios nunca lo había escuchado, mientras se asfixiaba con el fuego y quedaba inconsciente, siendo lentamente consumido.
Las llamas habían consumido ya todos los recuerdos, los hábitos, la hipocresía, los secretos y el sufrimiento de la dama de yeso.

Mientras el sol parecía asomarse a lo lejos, la esperanza de una nueva vida surgió desde una parte de mí, que hace mucho no dejaba salir, era la parte que creía y esperaba.
Escaparía a España, me sentaría en una banca de iglesia y esperaría a que la mujer más hermosa que hayan visto mis ojos me hablara de nuevo, después de tantos años, reconocería su voz en cualquier lugar que la escuchará.

Correría hasta España, después de todo, no era tan difícil moverse con todo este yeso encima, después de todo a través de este yeso todavía podía soñar con el aroma, la textura y la voz de mi Amelie. 

jueves, 7 de marzo de 2013

¿Sentir?


El terrible silencio creaba la atmósfera de mi soledad...
Una soledad creciente
Ausencia de la aceptación 
No escucho el sonido de mi voz, ni siquiera del viento.
No siento nada. 
¿Así se siente la irrealidad?

Cristalina lágrima
Las notas musicales me las imagino, no las recuerdo..
Aquí no hay recuerdos, aquí no hay sonido 
Flotante entre nostalgia
No se, estoy dormido 
Mis ojos se cierran y se abren 
Pero, entre mi irrealidad soy real 
Entre lo que no es real, existo. 
No tiene sentido, lo sé, pero aquí todo carece de sentido. 
Es más no recuerdo si las cosas alguna ves tuvieron alguno...

Antes, veía todo pasar
Todos pasan y ni me miran 
Aquí no hay nadie,
No estoy ni siquiera yo 

Maldita peste, me tiene loco...
Pero, aquí no hay métrica ni lírica 
No hay cielo, no hay sol 
Locura...es lo mismo 
Lucidez.. es lo mismo 
Cristales verdes
Si no hay vida, no hay tiempo 
Sin muerte 
Nunca tuve alma
No me siento
No siento 
¿Sentir?