Mientras daba vueltas en la cama, sentí la necesidad
de entrar calladamente a la capilla del convento, sin advertirle a nadie de mi
presencia en el lugar, tan solo necesitaba unos minutos a solas y parecía que
aquella noche lluviosa era el momento perfecto de conocer la capilla.
Había pasado solamente dos noches aquí, pero habían
sido las peores noches de mi vida; dormíamos en un solo cuarto con varias camas
en fila, junto al resto de las novicias. Algunas pasaban la noche sollozando,
leyendo la biblia con la molesta luz de sus lámparas de mesa o en algunos casos,
dejando salir tímidos gemidos de sus bocas, con el placer escondido bajo las
sábanas.
Logré levantarme de la cama, sin despertar a ninguna
de las otras.
Al salir del cuarto, debía atravesar un largo pasillo
para llegar a las puertas de la capilla, que permanecían abiertas para aquellos
que quisieran visitar este lugar.
Caminé el largo y oscuro pasillo, con pasos
silenciosos, atravesando las puertas hacía los dormitorios de las otras
hermanas y el jardín interno del centro, lleno de rosales sin cuidar; que esta
noche eran regados por el agua de lluvia.
Finalmente, llegué a la capilla, era un lugar tan
sublime, tan silencioso, tan calmado que me aterrorizó en el instante que puse
un pie en el mosaico del piso. Sentí como todos los vellos de mi cuerpo se
levantaban, como se me cerraba la garganta y no me dejaba respirar. Mi primer
impulso fue salir corriendo del lugar, la pesadez en mi pecho era insoportable.
Caí sentada en la banca, prendí la lámpara que llevaba
en la mano y traté de hacer respiraciones profundas, poco a poco la pesadez en
mi pecho se fue aliviando y pude ponerme de pie. Me persigne y seguí mi
recorrido, debía recordar que en ese lugar vivía Dios y nada impuro podía estar
pasando en ese lugar.
Cuando pude alumbrar el lugar, pude verlo mejor, el
mosaico del piso se veía un poco descuidado y bastante viejo, era gris, tenía
dos filas de bancas de madera perfectamente alineadas, las paredes eran altas y
las adornaban una serie de vitrales, al observarlos me di cuenta que era el
relato de la creación del hombre; empezando desde un Dios creando un hombre
alto y fornido, luego sacando su costilla para crear una mujer delgada,
pelirroja y delicada hasta terminar en el último vitral llegando al altar, la
expulsión de los primeros hijos de Dios del Jardín de Edén.
Entre las dos filas de bancas, se podía observar una
larga alfombra roja extendida desde la entrada, hasta llegar al altar que
estaba levantado por dos gradas, en los alrededores de la iglesia, había varias
imágenes.
Algunas de figuras femeninas de María, llorando por su hijo muerto en
la cruz, alzando a su niño Jesús en brazos, algunos de otros santos y por
supuesto, en el fondo de la iglesia, en el altar un Jesús con los brazos
abiertos en la cruz, brotando sangre por sus extremidades, con cara de agonía,
observando a todos los feligreses en misa.
Subí al altar y me arrodillé en señal de respeto;
prendí las candelas de la veladora que estaba encima del altar. Me puse de pie tuve la sensación más horrible que haya
experimentado jamás, fue tanta impresión, que volví a caer; esta vez al suelo
del altar, sin fuerzas y sin respiración.
Cuando me sentí recuperada, traté de ponerme de pie
apoyándome de una imagen que no había visto todavía, pero la sentí al caer. Sin
embargo, cuando puse mi mano sobre ella; los vellos de mi cuerpo se erizaron y
sentí un frío desgarrador recorrer toda mi espina dorsal; mientras sentía que
la mano que tocaba la imagen se quemaba del calor que la invadía, la quité por
reflejo de la superficie y me levanté sacando las fuerzas del terror en el que
estaba sumergida, desde la cabeza hasta la punta de los pies.
La vi, la vi a la misma altura que yo, pero tenía la
sensación de que la estaba viendo todavía desde el piso, temblando. Era
imponente, era perfectamente esculpida y era desgarradora. Vestía un largo
hábito, su posición reflejaba dolor y miedo, pero su expresión facial, su
expresión facial hizo que sintiera aquel frío en mi espina expandirse por todo
mi cuerpo.
Era la expresión facial más horrible y aterradora que
alguien en su vida mortal pueda ver, era como ver al ángel de Satanás más
plácidamente dormido.
Sus ojos estaban cerrados y aun así podía sentir su
mirada fijamente en mi cara horrorizada y sus labios estaban levemente caídos
en una mueca que hacía a cualquiera temer por su vida. Verla a los ojos, esa
primera vez, fue en mi vida como ver el rostro de la agonía y la maldad humana.
Después de unos segundos de no poder moverme, apagué
la veladora, y corrí como nunca lo había hecho por el pasillo, con un grito
asfixiando mi garganta, apagué la luz y recuperando el aliento, me envolví bajo
las sábanas; viendo el techo del dormitorio en un estado de horror; hasta que
los primeras rayos de sol llegaron a iluminar mi cara.
Me senté en el comedor que compartíamos todas las
hermanas de la orden y luego de rezar durante media hora, consumimos nuestros
humildes y fríos alimentos. Todas se miraban de frente, pero ninguna decía
nada; todo parecía normal, pero, el episodio de anoche no dejaba de dar vueltas
por mi cabeza.
Luego del desayuno a las novicias se nos llevaba a un
lugar donde nos impartían algunas lecciones, allí nos encontramos al Padre
Jaubert, de origen francés; que según cuentan todas había pasado más de treinta
años instruyendo novicias para convertirse en su vida religiosa, ya lo conocía
desde los quince años. Sin embargo, me obligó a presentarme a la clase.
-Mi nombre es Aurora, la hermana Aurora; y mi nombre
cristiano es Magdalena. Decidí convertirme a la vida religiosa desde una edad
muy temprana, cuando me gustaba ayudar en la misa y las procesiones, cuando
salí del colegio entré al seminario y desde ahí esto se ha convertido en mi
sueño.- le dije a toda la clase, tratando de sonar lo más convincente posible;
intercambiando una mirada asustada con el Padre Jacques.
La verdad no era esa, mi historia era mucho más larga
y pecaminosa; y realmente nunca la había confesado, aunque muchos la sabían.
La vocación religiosa nunca llego a mí, es cierto que
me gustaba ir a la misa, escuchar los sermones, observar a las mujeres fingir
su llanto en las procesiones y recoger los diezmos cuando era niña. Mi familia
era una familia muy católica, mi madre se casó a los dieciocho años con mi
padre y me tuvieron a mí y a mis cuatro hermanos; siempre educados bajo los
principios cristianos y bíblicos; siempre había sido la adoración de mis padres
hasta que Amelie cambió mi vida.
Tenía catorce años cuando la conocí, era un domingo en
la misa de primera hora, cuando llegue a ayudarle al padre, como monaguilla de
la iglesia del pueblo, en esos tiempos ni siquiera se nos llamaba así, si no
que solo ayudantes y teníamos prohibido acercarnos al altar, porque eso era una
labor de hombres. Llegué ese domingo temprano y nunca voy a olvidar cuando vi a
Amelie en la ropa de ayudante de la misa, era lo más sagrado que pude observar
ese día en la iglesia; que mis ojos hubieran observado nunca.
Tenía la piel color blanco, como una antigua muñeca de
porcelana, lo que podía ver de su piel estaba adornado por pecas de un tono más
oscuro, las pecas le daban un tinte inocente que la expresión de su cara luego
negaba; tenía unos labios rellenos , que casi podían saborearse con solo
mirarlos y un par de ojos cafés almendra; que negaban la inocencia de su cuerpo
aunque estuviera cubierta del manto blanco y a la vez eran tan brillantes;
desde esa primera vez que la vi en la iglesia nunca ha abandonado mi alma, ni
mi memoria.
Pasé algunos domingos sin hablarle y negándome a mí
misma lo que sentía mi alma y mi cuerpo por Amelie, quería negarme a mí misma
que tenía un enamoramiento profundo por esa monaguilla, un año mayor que yo.
Nunca había sentido nada por ningún hombre de la escuela, menos por una mujer,
pero al ver a Amelie sentía que el estómago subía a mi garganta, sabía que no
había mujer más hermosa en el mundo que ella y también, ambas sabíamos, lo que
sentía era un pecado.
Uno de esos domingos, el sacerdote mandó a Amelie y a
mi a sentarnos mientras acomodaba el
altar con los monaguillos. Me senté en una banca observando cada movimiento,
dándome cuenta que aquella mujer tan solemne venía hacia mí y efectivamente se
sentó a mi lado.
-¿Aurora, cierto?- me preguntó con aquellos hermosos y
soñadores ojos cafés.
Le contesté con la cabeza y a partir de ahí, nos
hicimos grandes amigas, aunque yo siempre escondía el secreto en lo más
profundo de mi alma.
Aunque, bien se sabe, que muy pocos secretos se llevan
hasta la muerte y el mío no fue uno de esos.
Fue en un convivio que hicieron unos meses después de
habernos hecho íntimas amigas. Nos tocó dormir en el mismo cuarto, alejadas de
los varones.
La noche entró en confianza, en su ambiente misterioso
y secreto que tanto la caracteriza, nos dimos las buenas noches y cada una se
acostó en su respectiva cama. Sin embargo, yo no podía dejar de dar vueltas, de
pensar en cada detalle de su cuerpo, en su voz, en todas las cosas interesantes
que me enseñaba durante el día y en todos los padrenuestros que tendría que
rezar por estos pensamientos.
Mi momento de culpa se interrumpió al sentir la sábana
levantarse y a Amelie meterse bajo las cobijas en mi cama, sentí su cuerpo
apretado contra el mío y aunque la luz estaba apagada podía ver bajo el reflejo
de unas candelas sus piernas blancas, con unos cuantos lunares descubiertas
bajo una bata blanca.
Recuerdo que me abrazo, justificándose con un “tengo frío” y yo baje mis manos hasta sus
caderas, en un suave abrazo, nos miramos a la luz de las velas; sus labios estaban
a unos cuantos momentos y caricias de chocar contra los míos.
Y pasó lo inevitable, y me enseñaron toda mi infancia
que Dios se cubría los ojos y sin embargo, no encontré razones para no hacerlo.
Sus hermosos y redondeados labios tocaron los míos; estaban un poco resecos por
el frío y los humedecí en el beso, pude tocar su hermosa cabellera que siempre
había podido oler y sentir en mi piel; pude tocarla con las manos, mientras mi
lengua trazaba rutas en su boca y mi alma se llenaba de alegría, mi cuerpo de
deseo y mi débil mente; de culpa.
Amanecimos abrazadas, y después de ese íntimo momento,
tuvimos otros encuentros, recuerdo uno en especial en que su mano subió debajo
de mi falda, mi cuerpo, mi alma y mi espíritu se sintieron en la mejor de las
armonías en ese momento. Nos llevábamos tan bien y a pesar de que ambas
sabíamos que no estaba bien a los ojos de la iglesia lo que hacíamos, era un
sentimiento sagrado inevitable.
Pero, en verdad, los secretos son difíciles de
mantener, más un secreto a voces como el nuestro, tan lleno de remordimiento y
de sentimientos complicados. Todo lo que nos paso fue mi culpa y nunca he
podido perdonármelo, hay tantos religiosos que viven una mentira, una vida
alternativa, tantos trapos sucios; de los más sucios con niños involucrados.
Una mentira como la nuestra, una vida secreta que no le hacía daño a nadie,
pero la culpa me ahogaba todas las noches; entre su aroma y la culpabilidad del
engaño sentía que ya no tenía fuerzas para vivir.
Un domingo, llegué más temprano que Amelie a misa, me
arrodillé y le pedí al padre que me confesara, le conté todo con detalles y sentimientos,
su silencio lo dije todo; me dijo mi penitencia con un tono serio y para cuando
llegué a mi casa, era demasiado tarde, mis cosas estaban empacadas, mis padres
me desconocieron como hija; Amelie estaba en la puerta de mi casa con su madre
soltera; ambas llorando. Jamás me podré perdonar la última vez que vi a mi
Amelie con un golpe en la cara y llena de lágrimas, nos informaron que íbamos a
tener destinos muy diferentes. Yo iría al seminario de las hermanas Carmelitas,
en un pueblo lejano de mi hogar y Amelie sería enviada a un internado en
España, aún más lejos de mí.
No pudimos darnos un beso de despedida, ni siquiera
una palabra; pero nuestro intercambio de miradas lo dijo todo.
Pasé cinco años en aquel seminario, en los que aprendí a vivir sin ella, pero jamás a
olvidarla, su rostro y su aroma jamás han abandonado mi memoria y si pudiera
hacer algo diferente, hubiera huido con ella. Ahora todo estos arrepentimientos
eran insignificantes, estaba a unos meses de hacer mis votos definitivos en ese
lugar y aunque de vez en cuando cerraba los ojos para lograr transportarme a
España por alguna fuerza sobrenatural, debía aceptarlo… Mi Amelie se había ido.
Aunque los días transcurrían con el mismo tempo,
monotonía y tranquilidad que podría caracterizar una casa llena de religiosas,
vírgenes, con el deseo sexual reprimido, el episodio nocturno de la imagen del
altar, que había pasado hace tres noches todavía invadía mis pesadillas, ahora no solo
era el último recuerdo de Amelie el que atormentaba mi mente; también era el
recuerdo de esa mujer que penetraba mi mirada, aún con los ojos cerrados.
Recuerdo esa noche, esa noche lo cambiaría todo, era
una de esas noches en que no sabía ni que día de la semana era; eso era tan
difícil de saber en un lugar donde se hacía todos los días lo mismo, pensaba y
me retorcía en la cama, buscando un poco de adrenalina o algo que me hiciera
sentir que aún estaba viva.
Cerré los ojos y bajé mi mano con el recuerdo de una
Amelie de quince años en mi cabeza, pero, la imagen de la escultura de aquella
noche apareció en mis recuerdos, sin querer irse; me llamaba, me suplicaba que
fuera; era lo más interesante que había pasado en ese lugar y ahora sabía lo
que tenía que hacer.
Salí de la cama, llevando en mi mano la lámpara y
atravesando aquel pasillo oscuro; mirando hacia un lado las puertas de los
cuartos de las hermanas y al otro lado el jardín de rosales sin cuidar. Entré
de nuevo a la iglesia y el sentimiento me seguía invadiendo, aunque esta vez
sabía que mi destino inevitable era terminar aterrada; pero al lado de la mujer
de yeso que me llamaba.
Me puse de pie, si esta vez de pie, a su lado y volví
a sentir que aunque estaba de pie a su lado ella me veía desde arriba, o podía
ser desde abajo o desde todas direcciones. Su expresión de sufrimiento me
hablaba, me decía que la tocara, que la sintiera. Le puse una mano encima del
hábito, luego la otra y aunque sentía que me quemaba y que el terror me ahogaba
necesitaba estar con ella, necesitaba que me hablará, que me dijera porque
parecía que ella no podía abandonar mi mente ni mis recuerdos.
Nunca me hablo,
pero yo sabía que lo quería hacer aunque sus labios se hubieran sellado para
siempre, la sentía ahora en mi alma, residía en mi pecho la esencia de la mujer
de yeso, sentía su sufrimiento embargar hasta las últimas fibras felices que me
quedaban de alma.
Desde ese día, cuando amaneció no pude ser la misma.
Caminaba por los pasillos, con una mirada que hasta yo sabía que era
descolorida, con la mirada en el piso, con el corazón en la mano, esa tristeza
era ajena; aunque no sabía si también se sumaba a la mía.
Cerraba los ojos y aquella figura me estaba
reprendiendo, esa mujer que ahora era parte de mí, me reprendía, me gritaba y
me sollozaba que la ayudara.
La quería fuera de mí, pero me pertenecía tanto, esa
tristeza que la embargaba sentía que era la mía propia; los pequeños recuerdos
de la imagen de su rostro, ahora eran parte de mi memoria.
No entendía como ni porque hacer algo por una imagen
de yeso en un altar, en ese momento no lo comprendía; pero lo innegable era que
ahora ella residía en mí.
Fue solo después de unos días, en el estudio bíblico
de la tarde, cuando me fui acercando a la respuesta. Estábamos en un grupo
pequeño de novicias, en círculo leyendo los sermones de la biblia cuando entró
Sor Mariana, con el Padre Jaubert a la par.
Los vi a ambos, por primera vez, luego de haberlos
visto mil veces desde los primeros días del seminario. Los vi con mis otros
ojos, ellos ya lo sabían y yo también; son muy pocos secretos los que se llevan
a la tumba, ya lo había aprendido.
Podía ver al Padre clavar su mirada en la mía, él
sabía y eso lo desesperaba, no soportó tan siquiera unos minutos junto a mí y
abandono el salón con Sor Mariana tras él.
En la tarde, caminaba hacia el salón comedor, cuando
sentí un toque en el hombro, que me produjo el mismo sentimiento de frío helado
recorrer toda mi espina dorsal.
Me volví y crucé miradas con Sor Mariana, su mirada me
advertía que ella ya lo sabía y mi
mirada le advertía que empezaría a gritar las injusticias que pasaban bajo sus
hábitos y sotanas en cualquier momento, en esos cuartos, en esos confesionarios,
encima de ese altar.
Sor Mariana era una de las líderes en el convento,
tenía alrededor de cincuenta años y la mirada tosca; con esa misma mirada me
invito, en una invitación muda casi forzada, a acompañarla a subir las
escaleras.
Fue una caminata larga y silenciosa, hasta
encontrarnos con un pequeño cuarto al final del pasillo. Sor Mariana metió la
mano en silencio en el bolsillo de su hábito y sacando una gran llave oxidada
abrió la puerta de madera, con un molesto chirrido; con una mano me invito a
pasar, cerrando la puerta tras de mí.
Era una oficina silenciosa, vagamente iluminada.
Observé la cruz encima del escritorio y las postales de santos en las demás
paredes, pero, lo que más me llamo la atención fue que en el gran escritorio
del centro, se encontraba sentado el Padre, que con un ademán tosco me invito a
sentarme; cruzando miradas en total silencio.
Podía sentir como aquella mujer, dominaba todos mis
sentidos en ese momento, ya no era solo yo; ni siquiera sentía mi verdadera
esencia, ella vivía en mí; dominaba mis
impulsos, compartía los pensamientos atroces conmigo, tenía conciencia de su
sufrimiento y del terrible miedo que la invadía, que me invadía, que nos
invadía.
Sentía los recuerdos recorrer a lo largo de mi piel,
invadir mi mente sin dejarla ir, jamás podría entender cómo alguien podría
vivir con esta clase de recuerdos. Mis ojos lo veían, veían la maldad en su
mirada, mis ojos; que en ese momento eran sus ojos, recordaban todo lo que
alguna vez habíamos visto.
El Padre estiro su mano hasta alcanzar mi brazo y
sujetarlo fuertemente.
-
Hemos
tenido reportes de otras hermanas, de su comportamiento nocturno, no
toleraremos más estas desobediencias, Aurora- me dijo mirándome, sin ningún
tipo de remordimiento; me llamo por mi nombre aun sabiendo cual era mi
verdadera identidad.
El recuerdo penetraba nuestra memoria, era el mismo
Padre que a menudo se levantaba la sotana por encima de las rodillas, nos
acostaba encima de nuestra espalda y nos penetraba hasta que en sus palabras
“lloráramos nuestras culpas”.
Era el mismo recuerdo de una muchacha de quince años,
recién llegada y totalmente asustada, llorando con la boca abierta; de rodillas
librando sus culpas.
Ante todo, era la aclaración de todos mis males, era
el mismo hombre que había cubierto de yeso nuestras memorias y las había
encerrado en un altar para que nunca salieran a la luz, mientras se paraba ahí;
a la par de su escultura de yeso y predicaba un sermón a una multitud que tan
solo oía y asentía e ignoraban los gritos ahogados de una escultura
retorciéndose de dolor en el altar.
Me acostó encima del polvoriento escritorio a la luz
de las velas, subió mi hábito que prometía la castidad y subiendo su sotana, me
penetro en nombre de Dios. Sabía que esta era la última vez, ahora lo sabía,
esta iba a ser la última vez.
Regresé a mi cuerpo cuando me termino de limpiar y me
bajo el hábito; me hizo la misma advertencia de siempre; que no le dijera a
nadie porque podía arder en el infierno por siempre; mas él no sabía que estaba
a punto de conocerlo en carne propia.
Salí, con una actitud sumisa como siempre, fui capaz
de aguantar el resto del día sin decir una palabra; hasta que fuimos despedidas
a nuestros cuartos.
Logré hacer todo el teatro, ponerme la bata de dormir,
esperar a que todas las demás estuvieran despiertas y finalmente desaparecer
para siempre y conmigo todas las memorias y con ellas, la mujer de yeso.
Hice un último recorrido hacia la iglesia, por esos
pasillos oscuros, dejando en ellos los últimos pasajes bíblicos, las últimas
plegarias y finalmente frente a las puertas de la iglesia la poca fe en Dios
que me quedaba.
Entré con paso decidido, no había vuelta atrás,
después de toda la desesperación, después de toda la decepción no había vuelta
atrás.
La miré y ya no me decía nada, su mirada solo parecía
darme un guiño de complicidad, fue más duro de lo que pensé. La dama de yeso era parte de mí y, sin embargo, verla
destrozada liberó mi alma.
Habían sido años de silencio, años de burlas, años de
humillaciones y por fin, hoy todo estaba claro, verla caer me daba el coraje
que necesitaba.
Agarré el candelabro que estaba a los pies del altar y
prendí una a una las velas.
Así se veía el fuego purificador del que tanto
hablaban, ese era el fuego que quemaría la inmundicia de esos pasillos; por fin
comprendí que merecían ser quemados vivos, no en una vida futura de ilusión, si
no en la vida presente, en la única; merecían tener el final fatal al que tanto
le temían.
Decidí darle la apariencia de infierno, al lugar que
ya lo era, purificar todas las perversiones que se escondían bajo las sotanas,
las voces que callaban las pesadas puertas de madera, las camas en las que
reposaban los cuerpos de santos hipócritas y quemar para siempre nuestros
restos de yeso.
Empecé por el altar y experimenté una gran
satisfacción al sentir su calor ardiendo frente a mí, sentía que el humo estaba
ahogando mis memorias y con el nacimiento de más llamas, el recuerdo de Amelie
fue tomando forma dentro de mi mente, recuerdos más felices inundaban mi alma y
la esperanza de la mirada de Amelie sobre la mía fue tomando forma.
Huía lo más rápido que podía, saltaba de alegría,
todos lloraban, querían salir de ese lugar; algunos lograrían escapar, pero
otros arderían para siempre.
Fui yo la primera en salir, no había nadie cuidando la
entrada, todo fue más fácil de lo que sospeche y sabía que si lograba incendiar
la parte trasera; que contenía el gas con el que funcionaba la cocina, muy poca
suciedad podría quedar sin ser limpia mediante el fuego.
No dude en hacerlo, todos estaban tan alarmados con el
incendio de la iglesia, que nadie se percató de mi ausencia y muy pocos podrían
salir de las explosiones del contenedor de gas; todo fue muy rápido y sin
remordimiento; logré escapar, tal vez por pura esperanza.
Corría lo más rápido que podía mientras planeaba mi
huida. Me imaginaba la cara de Sor Mariana al percatarse que estaba quemándose
lentamente, en el infierno que ella misma había creado.
Pero, lo que realmente me emocionaba, eran los gritos
de sufrimiento del Padre, el momento en que se percatará que Dios nunca lo
había escuchado, mientras se asfixiaba con el fuego y quedaba inconsciente,
siendo lentamente consumido.
Las llamas habían consumido ya todos los recuerdos,
los hábitos, la hipocresía, los secretos y el sufrimiento de la dama de yeso.
Mientras el sol parecía asomarse a lo lejos, la
esperanza de una nueva vida surgió desde una parte de mí, que hace mucho no
dejaba salir, era la parte que creía y esperaba.
Escaparía a España, me sentaría en una banca de
iglesia y esperaría a que la mujer más hermosa que hayan visto mis ojos me
hablara de nuevo, después de tantos años, reconocería su voz en cualquier lugar
que la escuchará.
Correría hasta España, después de todo, no era tan
difícil moverse con todo este yeso encima, después de todo a través de este
yeso todavía podía soñar con el aroma, la textura y la voz de mi Amelie.
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