viernes, 29 de junio de 2012

El Aroma de Celia

Aquella mañana, nada andaba bien, ninguna mañana desde aquel fatal y trágico día, parecía desplegar sus rayos de sol sobre mi alma, menos aquella mañana donde parecía existir solamente neblina, densa y pesada, la ausencia de sol, de cantos de aves en la ventana y el silencio majestuoso, parecía anunciar otra tragedia aproximándose, ya conocía ese olor a premonición.

Al salir de la casa, con el viejo abrigo con olor a armario  y cerrar la puerta, me embargo un sentimiento, ese sentimiento de que nada iba a quedar encerrado en la casa,  que ese miedo me iba a acompañar en esa fría y silenciosa mañana.

Caminaba sobre el pavimento, nadie parecía notar mi presencia, después de todo quién se iba a preocupar por un solitario como yo, con la mirada triste, con una mueca de dolor ya tatuada permanentemente en la cara, sin palabras amables para compartir y con el corazón seco de afecto y amabilidad.

No se a quién engañaba con esta rutina, me vestía para salir, pero, no llegaba a ningún lado, solo daba vueltas  hasta enloquecer con la culpa, hasta recordar su mirada y sus palabras, hasta recordar lo más dulce de ella.... su aroma.

No habían sido ni sus redondeados senos, ni la forma en que sus largos y negros rizos caían sobre su escote, tampoco había sido su amplia cadera, ni sus redondos muslos. Contrario a lo que todos pensarían, no había sido si quiera el par de hermosos y penetrantes ojos cafés, ni sus labios rellenos y ni siquiera sus rebosantes nalgas y tampoco su piel caramelizada, era el aroma que brotaba de ella.

Era el aroma a cielo, a pasto verde, a flores, a atardecer a la orilla del mar, era el olor que despedía su piel morena, el olor a miel impregnado...

En aquellos días ese olor parecía embriagar todos mis sentidos, parecía hacerme esclavo de sus deseos más profundos, hacía que todos mis impulsos fueran para acostarla sobre mi cama y tomarla ahí de todas las formas posibles.... Que el olor de todas sus partes penetrara cada poro de mi ser.

Ese olor, ahora era mi suplicio, era mi castigo, era el dolor de mi alma que ya no existía, era el sabor a culpa impregnado en mi memoria olfativa.

Mientras caminaba por los senderos del parque verde, que hoy estaba rodeado de neblina, con el mismo objetivo por el que caminaba siempre, olvidar el penetrante olor, las hirientes palabras y su cabellera negra y tez morena.

Pero aquel día, no fue como todos, ese día cuando me disponía a sentarme encima de la solitaria banca del parque, bajo la sombra de un viejo y olvidado árbol, me esperaba allí una flor celeste, mediana...

No me hubiera sorprendido, si no fuera porque eso era lo único que parecía tener color en aquel día, ni los arboles, ni el pasto ni las nubes del cielo, parecían tener tanto color como esa flor celeste.

Me senté y acariciando sus pétalos suaves contra la piel de mi mejilla, me acerque para olerla. Cuando la olí pude sentir como si ella volviera a pasar sus brazos por mi cadera, como si sintiera aún la suave respiración sobre mi nuca y la piel se me erizaba, todas las fibras de mi piel lo sentían, como un climax explotando, como los deseos a flor de piel, viniendo sobre un estimulo de mi olfato.

Sabía que era el momento de atraparla para siempre, no podía dejar que el viento la arrebatara, que la manifestación de su glorioso cuerpo escapara otra vez a una dimensión que no es posible para mí percibirla...No la podía dejar escapar de mis manos de nuevo.

Rápidamente la coloque contra mi pecho y corrí como nunca lo había hecho, como si mis piernas saltaran de alegría porque por fin podría capturar su alma y conservarla junto a la mía.

Finalmente llegue, temblando abría la cerradura de la puerta y me tire sobre la cama, sobre las sábanas que tenían años de no oler a ella y con la flor cerca de mi pecho recordé, mi memoria fue abierta a los más íntimos y dolorosos recuerdos.

Recordé la forma en que le rogué que no se fuera, que la amaba y necesitaba tenerla entre mis brazos, la forma en que ella sin piedad se fue, la forma en que se la llevo el viento, como si fuera solo un pétalo de esa rara flor donde habitaba su escencia.

Y más que todo recordé su nombre, retumbando en mis tímpanos, el nombre de la mujer. Celia se llamaba, aquella exótica morena, Celia era el nombre de mi felicidad y condena.

Los recuerdos del espíritu de Celia, me empezaron a embriagar progresivamente.

Empecé a recordar el día de su muerte.........

Había sido, tal vez, hace un año cuando Celia y yo habíamos desarmado la cama, volteado las sabanas, despedido olor a pasión en mi cuarto del quinto piso del complejo de apartamentos. Habíamos llegado al nirvana y vuelto de él, siempre con ella y sus caderas era una experiencia casi extra corpórea, donde todo su olor rebosaba en las fibras de mi piel.
Había sido un día de pura pasión y lujuria desenfrenada cuando Celia se levanto, completamente desnuda de  nuestro lecho y empezó a caminar, mostrándome su par de nalgas deseables, conforme caminaba.

De pie, frente a la ventana abierta, me miro, con aquellos ojos penetrantes color almendra, dejó escapar una lágrima y se sentó al borde de la ventana. Recuerdo que trate de convencerla y de decirle que la amaba, que preferiría estar en su lugar.
Mas ella me miro, con esa mirada triste, que nunca se me borro de la mente, con esa despedida en la cara y me beso la frente, haciéndome inhalar el exquisito olor de su cuerpo desnudo por última vez.

La razón, nunca la voy a entender, ni siquiera por que la escuche de sus labios, con la voz quebrantada y entrecortada, la escuche quejarse de como no podía sentir felicidad, ni cuando me escuchaba, ni cuando me veía, ni cuando la penetraba... Y no era solo en mi, no sentía felicidad ni en las flores del parque, ni en los rayos del sol contra su piel, me dijo que quería sonreír de nuevo y sentirse viva una última vez y se tiro del quinto piso, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo.

Pude imaginar en ese momento, como su cuerpo desnudo, iba en caída libre, como el viente podría estar disfrutando de su increíble aroma y como tal vez por primera vez en mucho tiempo, tal vez pudo sonreír una última vez. La miseria, la tragedia y el golpe los escuchaba y los sentía viajar por todo mi cuerpo en ese momento que me revolcaba con la flor apretada en el pecho, entre las sábanas.

El dolor de no tenerla, el dolor era demasiado, la culpabilidad de su muerte, embargaban todos mis días y mis noches, necesitaba acabar con mi vida de culpas y recuerdos.
Recordé los antidepresivos, ya, probablemente vencidos de la gaveta de la polvorienta mesa de noche. Los encontré con la botella sin abrir. Empecé con una pastilla colorida, luego tragándome otra, después dos y seguía por cuatro, hasta no aguantar más y voltear el frasco hasta mi garganta.

Las sentía bajar, las sentí primero en mi lengua y después bajar por el tracto, todas ellas. Sin embargo, cuando mi temblorosa mano agarro el contenedor de nuevo, estaba lleno. Podría ser su efecto enloquecedor, o podría ser que estuviera atrapado en mi propia culpa, que ese fuera mi castigo eterno.

Ya no podía moverme, tragaba y tragaba y nada pasaba, la culpa seguí ahí, la ansiedad por su olor ahí todavía y el dolor de no volver a tener a Celia entre mis brazos, se hacía más real cada vez....

Ella fue mi castigo y mi condena, pero también mi única felicidad en mi patética vida, mi patética vida, que estaba destinado a intentar terminar, por toda la eternidad....





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